Clarisa Ramos

Hijos de un dios menor… los derechos de las personas mayores


A medida que avanza la pandemia nos vamos acostumbrado a una nueva normalidad cargada de anormalidades en el campo de los derechos. En la lucha contra el coronavirus aparecen otros enemigos que, pese a no tener los mismos índices de mortalidad biológica, avanzan a paso inusitado hacia la mortalidad social de determinados colectivos. El resurgimiento del edadismo, incluso desde la aparente preocupación por el cuidado y la seguridad de “nuestros mayores”, nos ha llevado nuevamente a etapas que creíamos superadas.

Sin embargo, el avance de la reflexión ética en materia de vulnerabilidad impone el volver a debatir sobre criterios que han sido sacralizados desde el modelo médico tradicional, como por ejemplo el de los triajes, que por supuesto tiene su lógica y su razón de ser pero, que se han ido transfiriendo a otros sectores para consolidarse en el imaginario social. Por esta transposición de pensamientos de lo médico a lo social, pareciera lícito y ético priorizar una vida por encima de la otra a la hora del acceso a la salud y a la atención médica. Primero fue el negacionismo de la gravedad que traía aparejada la pandemia al relativizar su impacto “porque solo afectaría a los más débiles, ancianos y personas con patologías previas y enfermedades crónicas”. Eso hizo que en muchos casos se terminara asumiendo que las personas tipificadas como “más vulnerables” debían dejar paso a la atención de los “más viables”.  El valor de la vida no puede cuestionarse, toda persona merece ser reconocida en su dignidad y atendida con condiciones de calidad.

La pandemia, con todas sus estadísticas y números y con todas sus voces y dramas personales, no ha hecho ni más ni menos que ser un elemento catalizador poniendo de manifiesto las desigualdades.

La pandemia, con todas sus estadísticas y números y con todas sus voces y dramas personales, no ha hecho ni más ni menos que ser un elemento catalizador poniendo de manifiesto las desigualdades. Nos ha lanzado a la cara el diagnóstico de que este modelo social basado en la concentración de la riqueza en unas pocas manos y la extensión exponencial de la pobreza, no puede sostenerse. Y cuando decimos que no puede sostenerse no lo hacemos desde una actitud romántica, sino desde una actitud netamente pragmática. Como ya definiera Swaan en la última década del siglo pasado, las personas y las sociedades somos interdependientes por lo tanto es una cuestión de derechos, de justicia y de inteligencia el arbitrar modelos que mejoren las condiciones de igualdad y de calidad de vida de todas las personas.

Tanto Rawls como Sen, entre otros grandes pensadores, han abordado de manera brillante la teoría de la justicia. Está claro que en materia de personas adultas mayores necesitamos poner en valor el concepto de la dignidad, desdibujado en un modelo económico que privilegia la obsolescencia programada. Como si la vida ya estuviera amortizada para las personas en situación de dependencia y socialmente no fuera necesario preocuparse por esa población, que en el argumentario de ese discurso pareciera decir que ya han vivido bastante y les tocaba partir.

Ahora bien, ¿cómo reconstruimos la zona cero de nuestras políticas sociales en el día después de la pandemia? Está visto que la concentración de muertes en residencias ha sido de gran notoriedad, sin embargo, necesitamos contar con datos fiables y valoraciones adecuadas de qué cosas se han hecho mal, no solo para no repetirlas sino para mejorarlas. Decía hace unos días Agustín Huete que “una encuesta es, por encima de todo, un símbolo de lo que nos importa y de lo que no”, y vaya si tiene razón. Es necesario activar la investigación sociosanitaria que nos permita decir qué es lo que ha pasado, no solo para evitarlo, sino para rediseñar los modelos de atención.

Está constatado que las personas queremos vivir en casa, pero para ello debemos buscar las condiciones para que los servicios de proximidad no sean hijos de un dios menor, no sean la letra pequeña del contrato social en la que se deje librada a la suerte y condiciones de cada uno el poder ser cuidado, y curado (cuando sea necesario) en función de las posibilidades que se tengan. Esto no significa medicalizar las residencias ni los domicilios. Significa potenciar los servicios sociales y definir y poner en marcha de una vez la integración sociosanitaria. Significa además contar con la opinión y la participación de las personas en situación de dependencia como protagonistas y codecisores.

El coronavirus nos ha demostrado que atacar a la naturaleza tiene consecuencias y que las personas nos necesitamos todas. Actuemos pues con inteligencia, aprendamos las lecciones que nos deja esta pandemia.


Columna de Opinión Clarisa Ramos - Fundación Derechos Mayores
Dra. Clarisa RAMOS-FEIJÓO
Profesora de Trabajo Social de la Universidad de Alicante (España).
Delegada en Comunidad Valenciana de la Fundación Pilares para la Autonomía Personal.

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